Yo fui pasajera en «El barco de los tontos»
Silvia Mistral
“En la cuesta de la vida la memoria toma, a veces, una vestidura casi tierna como único apoyo para no perder aquellos valores, vivencias, encuentros, que dan significado a la existencia. En ocasiones, es un contacto efímero, que demuestra hasta que punto éramos pasajeros en ese “barco de los tontos”. ¿Cómo perdonarse haber estado al lado de la novelista Katherine Anne Porter y no reconocerla hasta cuarenta años después?
Si digo que fui pasajera en “Ship of fools” probablemente algunos de mis lectores no se extrañarían de ello. Pero no es un juego alegórico. Sí, realmente, iba en ese barco acompañando a mi familia en su infortunio, víctimas de la estulticia y la sádica persecución del dictador cubano Gerardo Machado. Katherine Anne Porter abordó la nave en Veracruz y, nosotros en La Habana, en 1931. Ella era una pasajera de primera clase, en ruta hacia Alemania. Nosotros, los “repatriados”, formábamos un grupo de más de ochocientas personas, de las cuales, más de la mitad eran originarias de Cuba por varias generaciones. Machado utilizó una ley (que luego derrocó Batista) existente desde antes de la Independencia cubana en que todo hijo de extranjero que no optara a los 21 años por su nacionalidad: la de su lugar de nacimiento o el país de su progenitor, era considerado extranjero para todo trámite legal. Así se dio el caso de que entre los “repatriados” hubiera familias de cubanos por tres generaciones, más guajiros que la palma real. Todos eran devorados por la duda de mujeres y de los enemigos políticos. “De esta manera –decía el periódico “El Mundo” – Cuba daba un ejemplo al mundo de cómo resolvía sus problemas internos, utilizando la manera más humana y, al mismo tiempo, más práctica”. De verdad fue tan práctica (y esto no se cuenta en “Ship of Fools”) que se cargó el costo del viaje a la península ibérica a las sociedades civiles como el Centro Gallego, Asturiano, Catalán, etc., quienes, por otra parte, apenas instaurada la república en España auspiciaban de buen grado este inusitado “retorno”.
Freitag, un pasajero alemán de primera clase, al observarnos desde la baranda nos clasifica como “un montón de trapos sucios, arrojados a un montón de basura”, hundidos en el misterio insondable de la miseria. Alguna debilidad insospechable encubría nuestro fracaso. El tal Freitag tenía razón al decir que íbamos del paro forzoso al paro absoluto y de la inanición al hambre. Aunque nunca a tal extremo –digo yo como parte de ese conglomerado- de que mascáramos raíces de malanga …. Sólo un animal muy inferior puede soportar una situación así: de la miseria a la miseria. “Ni hogar, ni patria”, como en la canción de Brahms.
Parecía que nosotros, mirados desde el puente de 1ª clase, fuéramos seres hechos con una carne diferente, con los retazos de la costilla de Adán.
COMO LA HOJA DEL CAIMITO TIENE DOS CARAS DISTINTAS
Cabe la duda de si la partida de Cuba era para mejorar (aparte del hecho de salvar la vida) o empeorar. La cita de la autora al comenzar su novela: “¿Cuándo partimos hacia la dicha?” de Baudelaire era para ella una alegoría moral de la Stultífera Navis, el barco de este mundo en viaje hacia la eternidad. Para los “repatriados” constituía algo más: ser sobrevivientes de la crisis económica norteamericana iniciada en 1929, del desempleo, la lucha contra el terror machadista, las torturas, la vejación, la pobreza. Por eso los personajes alemanes del “El Barco de los Tontos” se preguntan: “¿De qué puede tratarse?”, cuando la masa de pasajeros suben al barco en La Habana y son destinados a los compartimentos de proa que sólo podían acomodar –señala Porter- trescientos cincuenta pasajeros y nosotros éramos ochocientos setenta y seis. Exactamente. Los oficiales alemanes de menos categoría aceptaban soborno por una litera alta, una silla de lona o un lugar en cubierta, donde se instaló mi familia.
A la vista estaba que pertenecíamos a la clase más baja, elementos subversivos, considerados peligrosos para el régimen. Para Herr Hutten y señora, los dueños del bulldog “bebé” que los acompañaba en la travesía, éramos “gente inofensiva, aunque infortunada”. Los periódicos de aquel día dieron la versión de que debido al descenso del precio del azúcar en el mercado internacional, las demandas de salarios y las huelgas, los millares de trabajadores que habían venido a Cuba en “los grandes días del azúcar” regresaban a su país natal. Lo que no aclaraba era en que fecha habían llegado: cuarenta, ochenta, doscientos años antes. La única familia oficialmente expulsada del país tras de un agitado proceso era la apellidada Lípiz (famosa por su lucha contra Machado, después contra Batista y ahora exiliada en Miami por cuarta vez). Todos fueron tachados de “extranjeros desocupados”, con lo cual Machado se libraba de los ancianos, de los enfermos, de las mujeres.(…)
Uno de los personajes de “El barco de los Tontos” dice: “Uno sueña y el sueño es una clase de realidad. Despierta, y la realidad es distinta a todo, es una misma realidad bajo sus innumerables aspectos.” Exactamente. Por mi parte, no reflexionaba sobre el origen y motivaciones de aquel viaje. K. A. Porter estaba en condiciones de hacerlo, dominaba el oficio de recoger todo aquello que convenía a su lenguaje narrativo o contexto estructural. Así, “El Barco de los Tontos” o “La Nave del Mal”, conocida también por este nombre por su versión cinematográfica, tiene dos puntos de partida: el de la novelista desarrollando su obra y el de la casual criatura empeñada solamente en “fijar” la experiencia de la travesía atlántica. Tal como puedo interpretarla hoy, no entonces, ajustando el tiempo a su dimensión normal, era una mujer de extraordinario vigor mental (“que es lo que da carácter a la vida”) y físico. Extrañamente: sólo recuerdo que tenía pecas en los brazos y una voz que me sonaba a castañas asadas al fuego vivo. Sólo los apuntes para interpretar y ubicar a los personajes de aquel viaje debieron exigir un minucioso trabajo intelectual y sicológico, al que ella añadió un humor caústico como filo de navaja y su despiadada opinión sin concesión alguna para los hombres y aún menos para las mujeres.
Yo sólo vivía, curiosamente, lo rudimentario de la experiencia. A esa curiosidad de adolescente se debió que fuera la única testigo de cómo fue echado al agua el cadáver de un pobre guajiro, muerto de tisis galopante, como se decía entonces. En la novela quien es arrojado al agua es el bulldog “bebé” salvado por un repatriado vasco, quien fallece después. Como el único cadáver que yo había visto era el de un chino tuberculoso, no sé por qué vi semejanza entre aquel campesino seco y pálido (de sus ancestros sólo le quedaba la osamenta celtíbera) con su hermano gemelo en el bacilo de Koch. ¿Quién me iba a decir, entonces, que aquel cadáver iba a ser el prólogo de los muchos otros que iba a ver sólo cinco años después: reventados, mutilados, cegados, podridos, desnutridos, hombres, mujeres y niños, con toda su carne en floración? Ni Katherine Anne Porter y, mucho menos yo, podíamos ser conscientes en 1931 de este porvenir. Apenas si ella esboza la amenaza de hitlerismo a través de un personaje que se manifiesta a favor de la eutanasia humana y de los prejuicios raciales que corroen a todos los viajeros del barco.
“A los pasajeros de tercera clase no se les permite subir a las cubiertas superiores”, Katherine Anne Porter lo reproduce y yo lo leo. No me guía otro deseo cuando concibo la idea de trasponer la barrera de clases, que cortarme el pelo en el salón de 1ª clase. A diferencia de Frau Tittersdorf pienso que hay más de una manera de enfocar un problema, en este caso, una prohibición. Se negaron a dejarme pasar el oficial de tercera, el de preferencia, el de segunda, el médico y la enfermera de primera clase. Muy temprano, la sobrecargo de primera me arrastró por unos pasillos alfombrados y me introdujo en el salón, donde un peluquero me cortó el pelo al estilo de Cristina de Suecia. Sólo había allí una señora con pecas en los brazos que se mostró muy interesada en saber a qué producto hispano-cubano pertenecía y cuáles eran las ideas políticas de mi padre. No entendí señal alguna, ni tuve esos relámpagos de conciencia que presienten el genio. Ni por edad ni capacidad estaba en condiciones de explicar a Katherine Anne Porter mi participación en lo que ahora se llama “cultura de la pobreza”. Se necesitarían casi cuarenta años para que yo extrajera de los sub-estratos de la memoria los recuerdos de aquel mi primer viaje de exiliada. Porque si bien concebía una novela sobre “Los Repatriados” no podía imaginar que nuestras peripecias fueran el trasfondo o contraste de la obra de Katherine Anne Porter: “Ship of fools”. Hoy lo interpreto como un problema de” incomunicación humana”. No puedo “verme” reflejada en esos tipos semi gitanos, morenos y esbeltos, que tocan la guitarra en la cubierta de tercera clase. No sé si la palabra inglesa “fools” puede incluir un poco de loco y otro poco de tonto. Aunque parezca una perogrullada la mayoría de gente de proa eran personas de ideas y hasta de libros: la maleta de mi padre casi no contenía más que varias obras de Zola: “Germinal”, “Lourdes”, “La Tierra”, etc., novelas de Tolstoi, Panait Istrati y Romain Rolland, algún ensayo de Ricardo mella, “El Apoyo Mutuo”, de Kropotkin y, naturalmente, las obras completas de José martí. Entre los “repatriados” había albañiles, sastres, zapateros, también linotipistas e impresores. No puedo recordar a nadie cantando por bulerías o bailando flamenco. Si acaso, alguna voz entonando una guajira sobre la hoja del caimito, que “tiene dos caras distintas”, de color diferente por cada lado…
Cierto que organizábamos nuestra vida en proa tendiendo la ropa de algodón criollo que K.A. Porter cita como “andrajos de niño”. Cierto, también, que en la primera misa dominical a bordo sólo seis mujeres y un hombre se arrodillaron y que la mayoría, incluyendo mi padre, dio la espalda al altar. Cierto que hubo registros para despojar a todos los viajeros de tercera de las armas que tenían, hasta del cuchillito que servía al vasco para tallar animalitos de madera. Así como nosotros ignorábamos la desdicha de muchos personajes de primera clase, éstos, a su vez, nos tachaban de “plaga de infecciosos” (vivíamos, por el contrario, con la obsesión del baño y la limpieza) y sentían escalofríos de terror ante nuestra pobreza física. Todos éramos extraños-extranjeros en “El Barco de los Tontos”. Los hombres más politizados redactaron un manifiesto, creyendo que habría, a nuestra llegada a España, un “reconocimiento” semi oficial por la flamante República de Trabajadores o, por lo menos, de sus sindicatos. ¿Cómo podría imaginar alguien que se ignorara la llegada de 876 repatriados? Pues así fue: nadie, NADIE, nos esperaba al pisar tierra española, nadie que representara a la U.G.T., a la C.N.T., a republicano alguno. Ignoraron por completo el origen de aquel drama que echó sobre tierras españolas varios barcos con cerca de seis mil personas que, desilusionadas por la indiferencia oficial y la negligencia sindical, se desparramaron por diferentes regiones en busca de una forma de vida. Vida que muchos habrían de perder muy pronto, al estallar la guerra en 1936. Una forma más digna de morir que los que fueron arrojados por las rampas de la fortaleza de la Cabaña, para alimentar a los tiburones.
Releyendo “nuestra parte” en “El barco de los Tontos” me parece un tiempo fantasmal y, sin embargo, profundamente arraigado en los recuerdos de las vidas que he vivido. Me fijo en las Hnas. Cortesina (actrices en la compañía de Lola Membrives) pasando airosas las aduanas, mientras los pasajeros alemanes en ruta hacia su país, contemplan desde el puentee “nuestro desembarco”, felices de perder de vista a esos “pobres diablos”, según nos califica uno de los personajes de la novela. Novela para K. A. Porter; terrible experiencia para los que sobrevivimos a ese viaje en “La Nave del Mal”. Pretendiendo hallar un nexo entre la realidad y la literatura que aclare su significado nada mejor que repetir esas palabras de Octavio Paz:
“Aquello que pasó efectivamente pasó; pero hay algo que no pasa, algo que pasa sin pasar del todo, perpetuo presente en rotación:”
Silvia Mistral (seudónimo de Hortensia Blanch Pita)
Nació en La Habana (Cuba) en 1914, de ascendientes catalano-cubanos con raíces gallegas. Llegó refugiada a México en 1939 en el Ipanema.
Publicado en Diorama de la Cultura del periódico Excélsior. México
18/10/1 971